"Es la música que hay en nuestra conciencia, el baile que hay en nuestro espíritu,
lo que no quiere armonizar con ninguna letanía puritana, con ningún sermón moral..."
(Nietzsche: Más allá del bien y del mal, 216)


En los orígenes del Satanismo





Es su uso, más que su etimología, el que determina el significado real de las palabras. En un sentido literal, "Satanismo" abarca cualquier ideología o corriente que reivindique la figura de Satán, sea cual sea el significado que se le quiera dar a este símbolo. Pero a lo largo de su andadura en Occidente en los dos últimos siglos, el término Satanismo se ha ido revistiendo de contenidos bastante precisos.

La primera formulación acabada del significado contemporáneo de Satanismo se debe sin duda a Anton Szandor LaVey, fundador de la Iglesia de Satán (1966) y autor de la Biblia satánica (1969). Incluso los detractores de LaVey —que abundan entre los que hoy se consideran satanistas, especialmente entre los llamados "teístas" o "espirituales"— son deudores obligados de sus planteamientos. A LaVey se le ha criticado "el que muchas de sus ideas no son originales, y que su filosofía está conformada en su mayoría por piezas y retazos de filosofías de otros autores a quienes ha recompensado según su estilo y gustos propios" [1], pero es precisamente su aportación el reunir todas estas corrientes de pensamiento y sintetizarlas bajo la denominación de Satanismo. LaVey no es el autor de cada una de las líneas que confluyen en el Satanismo, pero sí el primero que las hace converger y las presenta de forma coherente.

En esta concepción, el Satanismo es una corriente en la que se reúnen las modernas filosofías iconoclastas, vitalistas y antiespiritualistas de autores como Sade y Nietzsche por un lado, y las tradiciones estéticas y simbólicas de los grupos de "adoradores del Diablo" que han surgido a lo largo de la historia del Cristianismo por otro. Satán se convierte a partir de LaVey en la figura que representa el "triunfo de la Voluntad" personal sobre cualquier moral social coercitiva. Dios, el enemigo de Satán, encarna a todos los órdenes impuestos, revistan o no un aspecto directamente religioso, y Satán a la indomable fuerza vital que se atreve a rebelarse contra ellos. El satanista es aquel que no acepta la existencia de ningún dios por encima de sí mismo, lo que ha llevado a Dyrendal a definir al Satanismo como una forma de "autorreligión" (self-religion) [2]. Resulta significativo en este contexto que uno de los últimos textos de Nietzsche lleve como título El anticristo, como si el filósofo del martillo presagiara la fertilidad de su pensamiento en clave diabólica.

El Satanismo es heredero pues de las escuelas de filosofía modernas que cuestionan el doblete moral Bien / Mal en el que se basan todas las religiones y éticas represivas. Es seguidor especialmente de las corrientes que, para desmontar esa dualidad, reivindican irreverentemente el lado maldito de estas tablas de valores: las que deciden presentarse como partidarias del "Mal". Sade escribe a finales del siglo XVIII: "El espíritu humano es sólo la acción del Mal sobre una materia sutil, una materia que sólo puede moldearse por el Mal" [3]. Reivindicar el Mal, el polo condenado de toda imposición moral, supone enfrentarse al poder que se ha erigido por su parte como el "Bien", declararse su irreductible enemigo, para precisamente socavar los principios sagrados que sostienen ese tipo de construcciones ideológicas.

Del mismo modo, el Satanismo contemporáneo es descendiente de los individuos y grupos que desde la imposición del Cristianismo en Europa han reivindicado, por diferentes motivaciones, seguir o adorar al ominoso Príncipe de las Tinieblas que se describe en los textos de esa religión. Aunque de hecho es difícil establecer un culto a Satán, al menos como movimiento colectivo, antes del siglo XIX. Las referencias anteriores a ese momento son en su mayoría sólo acusaciones insidiosas vertidas por inquisidores y cazadores de brujas, y no disponemos de las versiones al respecto de los propios implicados. El célebre manual contra la brujería titulado Malleus maleficarum ("Martillo de brujas"), publicado por primera vez en 1486, no escatima en descripciones de "seguidores del Diablo" para justificar la persecución y el asesinato de decenas de miles de mujeres europeas. Como escribe el propio LaVey: "Siempre se ha dicho, y con razón, que todos los libros escritos sobre el Diablo han sido redactados por los agentes de Dios. Por consiguiente es muy fácil comprender cómo surgió cierta especie de adoradores del Diablo a través de las invenciones de los teólogos". [4]

Hay casos históricos notables de "satanistas" antes del siglo XIX, pero es fácil darse cuenta de que esa etiqueta, impuesta indefectiblemente por sus enemigos, era un anatema que servía para encubrir persecuciones personales movidas por todo tipo de intereses espúreos. Entre los testimonios conservados más significativos está el célebre Affaire des poisons ("el caso de los venenos"), una caza de brujas acaecida en Francia en el siglo XVII en el entorno de la corte de Luis XIV, el "Rey Sol". Entre los casos incluidos en este affaire destaca el de una quiromante y preparadora de filtros mágicos, Catherine de Monvoisin, un abate católico, Étienne Guibourg, y una amante del rey, Mademoiselle des Œillets, que fueron acusados de hacer "misas negras" en favor de la marquesa de Montespan, otra amante de Luis XIV. Las actas del proceso refieren que el cuerpo desnudo de la propia Madame de Montespan, o de Mademoiselle des Œillets en su ausencia, sosteniendo en las manos dos velas negras, servía de altar para esas ceremonias, en las que la hostia era consagrada de forma obscena y luego se empleaba para hacer las pociones que garantizaban el amor incondicional del rey hacia la marquesa. Parece que en estas "misas negras" se utilizaban elementos del grimorio medieval conocido como Libro de Honorio. En las actas del proceso puede leerse que:

"La [Mon]voisin hizo un conjuro en presencia de la Des Œillets con el objeto de ejercer un encantamiento sobre el Rey. Estaba acompañada de un hombre y, como era necesario tener fluidos de los dos sexos, la Des Œillets, cuando tenía sus meses, vertía en el cáliz sus menstruos y el hombre que la acompañaba vertía su esperma en el cáliz. Luego la Des Œillets y el hombre echaban sangre de murciélago y harina para dar más cuerpo a toda la composición". [5]

En las referencias a estos "satanistas" de la historia abundan indefectiblemente las descripciones de "misas negras", unas pretendidas ceremonias infames que se convertirían en elementos imprescindibles de los "adoradores del Diablo" según sus perseguidores. LaVey en la Biblia satánica expone la utilidad de estas historias: "Es fácil entender el éxito que tuvieron los relatos sobre misas negras en mantener a los fieles devotos en el seno de la Iglesia. Ninguna persona "decente", al enterarse de tales blasfemias, podía dejar de tomar partido por los inquisidores".

Las "misas negras" eran supuestas parodias de la misa católica, en las que el propósito era escarnecer a Dios a través de los elementos de la comunión, en los que se encontraba representado, y dar rienda suelta a continuación a todo tipo de actos blasfemos y delictivos. Sin duda hay ejemplos fehacientes en la historia de simulacros de misas oficiados con propósito irreverente, ya desde los tiempos de los goliardos y los Carmina Burana medievales: misas celebradas en honor de Baco, no de Jesucristo, que conectan de algún modo con los sabbats o aquelarres, que Aleister Crowley consideraba fiestas dedicadas a Pan. [6]

Pero el Satanismo como movimiento colectivo, y reivindicado explícitamente por sus propios practicantes, no surge en Europa hasta el siglo XIX, en concreto a finales de esa centuria y en la ciudad de París. La capital de Francia aparecía ante el mundo en aquellos años como una ciudad especialmente libre y cosmopolita, reclamo y refugio de creadores de todos los países, que contrastaba ostensiblemente con la mojigatería pública del Londres victoriano. En la segunda mitad de ese siglo París es también el centro de los debates ocultistas: en esta ciudad y en esos años conviven Eliphas Lévi, Allan Kardec, Helena Blavatsky, Jules Bois, Stanislas de Guaita, Papus... y a ella llegarán para estudiar Samuel MacGregor Mathers y Arthur E. Waite (autor de un libro sobre este mundo: El culto al Diablo en Francia, 1896). Son los años del decadentismo y del (neo)gótico en el arte y la literatura, que quedarán a partir de ahí vinculados indisolublemente a la estética del Sendero Siniestro moderno.

La libertad general para evocar lo macabro y lo irreverente en los ambientes parisinos, a diferencia de las estrictas normas de la capital inglesa, se muestra en una acotación de la versión para teatro que Crowley hizo en aquellos años del relato de Edgar Allan Poe El corazón delator. Tras matar a su padrastro Martin, el personaje de Jack se limita en la obra a mirar a su alrededor. Crowley añade en una nota: "En Francia, el cuerpo de Martin desaparecería bajo el escenario por una trampilla y sería reemplazado por un maniquí. Jack sacaría los ojos de este maniquí con su navaja. Sangrarían horriblemente. Jack haría las observaciones correspondientes... Pero en Inglaterra, él simplemente mira a su alrededor". [7]

Lo oculto y lo macabro están presentes en el París del siglo XIX de manera emblemática en el Cabaret del Infierno y el Cabaret de la Muerte, locales nocturnos donde el público se sentaba entre ataúdes y esqueletos, y asistía a las sobrecogedoras "fantasmagorías" producidas por los mecanismos de las "linternas mágicas". La entrada al Cabaret del Infierno se hacía a través de las enormes fauces de un demonio.

En los ámbitos artísticos más vanguardistas de la ciudad, Satán comienza a ser representado como una figura positiva, atractiva, símbolo del eterno rebelde. Podemos decir que esta vez, parafraseando a LaVey, no son los agentes de Dios quienes escriben sobre el Diablo. El Demonio es el personaje central del Oratorio de Lucifer de Pierre Benoît, estrenado en el Trocadero en 1883 con enorme éxito (sólo comparable a su estrepitoso fracaso en Londres unos años más tarde). Baudelaire había publicado ya unas "Letanías de Satán" en su libro Las flores del mal (1857). En este poema, el Demonio es el inspirador de la rebeldía y la dignidad:

"Tú que das al perseguido esa altiva mirada
que desde el cadalso condena a un pueblo entero..."

El mismo Victor Hugo escribe una larga composición titulada El fin de Satán (1886), donde hace aparecer a la figura de "Lilith-Isis" como la encargada de difundir el mensaje del Demonio por el mundo. Y este interés por lo diabólico no se reduce sólo a la literatura: el célebre ilustrador Félicien Rops llena de diablos sus obras irreverentes y pornográficas, como en la Tentación de San Antonio (1878) y en la colección de grabados titulada Las Satánicas (1882). La misma línea seguirán otros artistas de la época, como Martin van Maële, ya en el cambio de siglo, en su serie de dibujos La gran danza macabra de los vivos (publicada en 1905).

Una serie de ensayos en esos años intenta dar cuenta, de manera a menudo bastante sensacionalista, de la moderna demonología del siglo y de sus inquietantes seguidores, los nuevos "satanistas" parisinos. He aludido ya al libro de Waite El culto al Diablo en Francia. Habría que añadir en esta línea las sucesivas reediciones durante el siglo XIX del célebre Diccionario infernal de Jacques Collin de Plancy (publicado originalmente en 1818), autor también de Leyendas infernales o relaciones y pactos de los huéspedes del Infierno con la especie humana (1861), Leyendas del otro mundo (1862) y Leyendas de los espíritus y demonios que circulan a nuestro alrededor (1864). Léo Taxil publica, con el pseudónimo de Docteur Bataille, El Diablo en el siglo XIX (1895), subtitulado La francmasonería luciferina. Y el entonces muy famoso satanista y parapsicólogo Jules Bois escribe El satanismo y la magia (1895) y la obra de teatro Las nupcias de Satán (1892), subtitulada Drama esotérico.

Son aquellos años los primeros del cinematógrafo, patentado por los franceses Lumière, y las primeras películas rodadas en París recurren también con frecuencia al Demonio, una figura que permite jugar, mediante sus travesuras sobrenaturales, con las entonces tan espectaculares apariciones y desapariciones de personas y objetos en la pantalla. El Demonio es el protagonista de diversas películas del pionero Georges Méliès, estrenadas ya en el cambio de siglo, como La mansión del diablo (1896), El diablo en el convento (1899), Las hijas del diablo (1903), El diablo negro (1905) o El inquilino diabólico (1909).

Asumiendo como propias las descripciones de los "adoradores del Diablo" fabricadas por los inquisidores de antaño, los satanistas parisinos del siglo XIX se lanzan con entusiasmo a la celebración de "misas negras", espectáculos obscenos e irreverentes que atraen el escándalo morboso de una sociedad de fuertes tradiciones católicas. Es curioso que algunos de los más afamados divulgadores de los ambientes satanistas de aquellos años fueran fervientes católicos o personas que abrazarán con fuerza el catolicismo al final de sus vidas, como los ya citados Léo Taxil y Collin de Plancy, y como Joris-Karl Huysmans, autor de la mejor y más famosa descripción de estos círculos: la novela Allá abajo (1891).

Esas "misas negras" parisinas, a las que empieza a acudir un público ávido de emociones que se ha ido desencantando de los espectáculos del espiritismo, son descritas por Crowley de la siguiente manera:

"Un sacerdote renegado reúne en torno a él una congregación de buscadores de sensaciones fuertes y de fanáticos religiosos. (...) En esta "misa", siempre celebrada en lugares secretos, preferiblemente en una iglesia abandonada, a medianoche, el sacerdote se presenta vestido de forma canónica. Pero en su vestimenta hay algún cambio siniestro, una perversión de su santidad simbólica. Hay un altar, pero las velas son de cera negra. El crucifijo es colocado cabeza abajo. El asistente del sacerdote es una mujer, y su ropa, a pesar de parecer un hábito eclesiástico, es más parecida a un vestido de un vodevil lascivo. Ha sido arreglada para que resulte indecente. La ceremonia es una parodia de la misa normal, con interpolaciones blasfemas. El sacerdote, sin embargo, debe consagrar la hostia exactamente en la forma ortodoxa. El vino ha sido adulterado con drogas como la belladona y la verbena, pero el sacerdote debe convertirlo en la sangre de Cristo. El terrible fundamento en que se basa la "misa" es que el pan y el vino han aprisionado a la Deidad. Entonces ambos se someten a horribles profanaciones." [8]

Puesto que el guión de estas "misas" ha sido escrito por los inquisidores y exorcistas de la Iglesia, los satanistas del París del siglo XIX están centrados en el aspecto blasfemo de estas prácticas, en épater a los católicos bienpensantes de su época. De aquí la curiosa deriva ultracatólica de algunos de los más famosos publicistas del Satanismo, que he señalado más arriba. Son directos herederos de este Satanismo finisecular, exclusivamente provocador, esos jóvenes "satánicos" de hoy cuyas máximas hazañas consisten en asustar monjas por la calle o dar gritos desaforados en las parroquias. Sin la existencia de la Iglesia, unos y otros se quedarían sin saber qué hacer.

Hemos hablado del fenómeno del Satanismo como un acontecimiento surgido en la ciudad de París porque aquí tomó una presencia pública inusitada hasta entonces, pero en cuanto elementos del espíritu de esa época decadentista y tardorromántica, las alusiones a lo infernal se producen en todo Occidente durante la última parte del siglo XIX. La literatura gótica inglesa o alemana rebosa de apariciones de seres del averno y pactos diabólicos.

Cuando LaVey incorpore la heterogénea tradición del Satanismo del siglo XIX en su concepción moderna de lo satánico, tendrá el buen criterio de prescindir de los aspectos meramente sacrílegos, tan estériles, de ese Satanismo obsesionado en una bronca personal con los clérigos cristianos. Dejará a un lado las "misas negras" tal como fueron así concebidas. Pero tendrá al mismo tiempo el buen gusto de recoger todo lo que ese Satanismo decimonónico tuvo de creatividad, de genialidad artística en sus espectáculos, de búsqueda denodada del placer y de la vida apasionante. En este sentido los satanistas siempre nos sentiremos los orgullosos hijos del Cabaret del Infierno.


Notas

[1] S. Flowers: Lords of the Left-Hand Path, 1997.

[2] A. Dyrendal: "Darkness within", en J. Petersen: Contemporary religious Satanism, 2009.

[3] Marqués de Sade: Juliette, ou les prospérités du vice, 1797. Citado por M. Chornyisyn: "The nature of Satanism as history", 2010.

[4] A. LaVey: La biblia satánica, 1969.

[5] Recogido en R. Schwaeblé: Le sataniste flagellé, 1912.

[6] A. Crowley: De nuptiis secretis deorum cum hominibus, editado en F. King: The secret rituals of the OTO, 1973 [Traducción española de este texto y de los de las notas siguientes en Perdurabo: Antología de textos de Aleister Crowley. Infernalia, 2012].

[7] A. Crowley: The tell-tale heart, 1912.

[8] A. Crowley: Black Magic is not a myth, 1933.



© Miguel AlgOl



1 comentario:

Shaagar dijo...

Cierto, aunque La Vey tuvo un exceso de teatralidad a veces, fue el que logro cohesionar y dar cuerpo a una doctrina que ha fructificado en multitud de propuestas interesantes posteriores.