por Peter Carroll
El ego es la personalidad. Es todo lo que creemos que somos. Inversamente, es todo lo que creemos que no somos. Sentimos que es lo que nos da carácter, definición, importancia, continuidad y solidez, y es lo único en el universo a lo que nos aferramos.
Es todo lo que parece que tenemos y somos. Actuamos siempre para defenderlo y reforzarlo. Todo aquello que observamos que hacemos intentamos adecuarlo a esa imagen de nosotros mismos. Esa imagen ni siquiera la hemos elegido nosotros, sino que se ha ido acumulando gradualmente a partir de las expectativas de nuestra sociedad, de nuestros maestros, parientes y amigos.
El más heroico de los egos es una figura patética. Una lamentable fachada de ilusión y autoengaño que renquea de una pequeña recompensa imaginaria a la siguiente. Eludiendo y ocultando sus defectos y sus chapuceros arreglos. Las limitaciones reales del organismo no importan. El conflicto es entre lo que el ego afirma y lo que niega. En muchos aspectos el ego sufre de haber sido hecho tan pequeño.
Lo peor de todo son los largos periodos de angustioso vacío y la desesperada búsqueda de algo a lo que uno pueda aferrarse y que los llene. Hasta el disfrute es una insatisfacción. Lo disfrutado se convierte en un mero apéndice del ego. Somos esclavos de nuestro pasado. Cada uno de nuestros actos está dictado por la imagen de lo que creemos que somos. Según pasan los años, se oye este angustioso lamento: "Dioses, ¿es que no hay fin para este gusto amargo de mí?"
¿Puede uno resucitar a los muertos?
El sabio no tiene sentimientos humanos.
El sabio no tiene sentimientos inhumanos.
El sabio lo ha perdido todo.
¿Entonces qué le queda?
Cuando la falsificación del yo ha sido demolida, la luz entra con la frescura de la niñez. Cada cosa vuelve a ser ella misma, sin estar contaminada por el yo. Libre de las cadenas del yo, la fuerza de la vida salta de nuevo con una alegre espontaneidad.
¿Cómo se puede llevar a cabo esta egotomía?
Autoabnegación, humildad y caridad son estratagemas poco recomendables. En general sólo producen nuevas presunciones. No hay virtud en la virtud.
El sabio entonces aparece como:
Indigno, porque no busca la aprobación de los otros.
Insensato, porque le gusta demostrarse a sí mismo sus errores.
Inconstante, porque se mantiene flexible y cambia a voluntad.
Negligente, porque no presenta excusas para sí mismo.
Veleidoso, porque cambia sus creencias cuando quiere.
Insustancial, porque ha perdido sus ínfulas y su gravedad.
Morboso, porque su muerte le advierte constantemente.
Errático, porque actúa sin ansia de resultados.
Insincero, porque sólo juega a ser él mismo.
Insano, porque se ríe por dentro de todo.
Estúpido, porque le divierte hacerse el tonto.
© Peter Carroll. Kaos Magick Journal vol. 1, nº 2 (1998).
© de la traducción española Miguel AlgOl
1 comentario:
Te digo miguel, que gran blog ! me hace pensar mucho tus publicaciones... estudio psicología y los misterios de la mente me apasionan...
saludos desde chile
Ave lucifer!
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