No hay un instinto natural que nos mueva a "necesitar" la existencia de Dios, sólo la huella de la Autoridad y del Castigo. Dios es una extraña y enrevesada trinidad en el discurso teológico nazareno, pero en nuestro inconsciente es y será siempre el Padre, la interiorización del Poder que nos protege y nos juzga al mismo tiempo. El confort del hogar es la emanación de su Orden, y fuera de él sólo existe frío y desamparo. Con esta marca hemos crecido los que hemos venido al mundo en la sociedad del Poder del Padre, y ninguna rebelión racional conseguirá borrarnos del todo su cicatriz. Eternamente viviremos aborreciendo y añorando a Dios, la Autoridad que garantizaba seguridad a cambio de obediencia. Es tan inquietante la inseguridad de la vida que hasta la renuncia a la libertad parece un precio aceptable. ¿Acaso no fueron todos tus errores elecciones solitarias?
Hay dos planos de Dios, uno detrás del otro: como Ídolo y como Padre. Del primero es fácil desprenderse, se puede decir que basta con quedarse en la cama los domingos por la mañana. Dios como ídolo es un mero personaje, una figura ya un poco estrafalaria que no encaja bien en el mito del ciudadano independiente y descreído de la modernidad. Es fácil apartar de la vida a un ojo dentro de un triángulo, o a un insulso predicador que abraza enfermos y multiplica bocadillos de atún. Ser "ateo", es decir haberse liberado de Dios como ídolo, es casi un rasgo de distinción de todo cosmopolita moderno. Pero como Padre, como Autoridad del Mundo, Dios es mucho más contumaz. Ser consciente de su ausencia es atreverse a navegar solo por el desorden de la realidad, ser enteramente responsable del (propio) mundo. Desde la extirpación de Dios, el hombre moderno no deja de quejarse de su ausencia, no cesa de buscar su reemplazo: Una nueva fuente de Orden que no deje al descubierto el terrible carácter de azar, de caos, de juego si se supiera jugar, de la vida.
Aburrido de las salmodias bíblicas que se repiten mecánicamente, hastiado del tufo a cerrado de las sacristías cristianas, el hombre moderno occidental ha descubierto el pretendido filón místico de "Oriente". Con "Oriente" puede aplacar el pánico de la ausencia de Dios Padre sin tener que regresar al viejo ídolo impresentable. Pero como es un adicto en pleno mono el que acude a este nuevo dealer, no se puede esperar de él que sea demasiado detallista. En la modernidad, "Oriente" nutre de nueva teología, de nuevo cristianismo, a todos los edipos occidentales que atisbaron con horror el grandioso abismo de la vida sin Dios. Y del mismo modo que convirtieron a toda la inmensa y rica tradición de escuelas budistas llamadas Tantra en una serie de virguerías en la cama, en un puñado de secretillos de ligón experto, reencontraron el Orden del Padre en un nuevo término exótico que significaba originalmente muchas y muy distintas cosas. Este término es Karma.
Muchos occidentales modernos que han cambiado en su pecho el escapulario por el boarding pass ya no creen en Dios, ni les hace falta: creen en el Karma. El Karma, ese Orden ya sin anacrónicas túnicas ni barbas que sigue dando a cada uno lo suyo, que sigue administrando recompensas y castigos. La contemplación del Caos es insoportable, porque supone que no se premia el sometimiento ni se persigue la osadía. Portarse bien (según algún tipo de Bien) no sirve por sí mismo para nada, los malos (según algún tipo de Mal) también disfrutan mucho - insidiosamente a menudo más que los buenos. Y así esperan ahora la justicia del Karma los últimos hombres modernos educados en el cristianismo, intentando enjugar con la esperanza en nuevas palabras lejanas su infinito desconsuelo por la muerte de Dios.
Miguel AlgOl
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